Un cafetería a media noche. La luz amarilla se cuela por el ventanal. Una mujer mira hacia el horizonte. Se parece a mí, aunque se podría parecer a cualquiera. Noto el ligero aroma a café amargo flotando por la estancia.

Cierro la ventana del Chrome al tiempo que mi móvil vibra. Los cuadros tristes, la literatura triste, no sé parar. Me recuesto sobre la silla de plástico girándola de espaldas al ordenador. Bostezo.

Recuerdo tener once años y cagarla en un recital de danza. Tras la actuación, todas fuimos al estudio a verlo en vídeo grabado en VHS. La profesora me señaló y me dijo que lo había hecho mal. Solo me acuerdo de esas cosas. La vergüenza es algo perenne.

Nunca me acuerdo de ir en bici, ni de abrir los regalos de navidad. Mi recuerdo eres tú dejándome vez tras vez detrás. Y aquel ejercicio de suelo mal ejecutado. Y hacerme pis en la cama.

Son las diez de la mañana. Alguien ha hecho café, no en mi casa. La ciudad todavía duerme menos los que trabajan, que lo hace en silencio. Casi respetando, que mis ondas cerebrales aún no conectan bien.

Que el ordenador cama café es fácil de entender. Que tú y yo es una realidad poco explotada.

Mirando hacia abajo, a los pies de San Vicente
supe que no tuve la culpa del temblor de tu mano.
(Yo) Escribí lo más difícil para aquellos que no supieron leer. Lo más grande.
Lo más bello.
Hasta que te avergonzaste de las olas que saltaban por encima de nosotros, destrozaban a su paso.

Golpe versus golpe hasta que la moradura se confunda con la mancha de un nadador que no llega a tierra.

Soy violencia.

Esta es la actitud de mi víctima: un cuerpo de cristal disuelto en la espuma.